Habiendo amado, los amó hasta el extremo

Ante la Cruz estaban las mujeres, los discípulos y hoy, la Iglesia toda. Ante la Cruz solo podemos hacer silencio. Tanto amor contenido en la vida derramada y volcada hacia los últimos no necesita de palabras ni de discursos. La Cruz es la expresión de la máxima solidaridad de Dios con sus criaturas. No puede caber en ella más amor ni más dolor.

Por desgracias, hoy como ayer, los dinamismos de la vida se chocan de frente con los dinamismos de la muerte. Sabemos de sobra que en torno a Jesús se fueron cerrando cercos y, como la cizaña en medio del trigo, le fueron “creciendo” enemigos hasta de su círculo más íntimo. Las consecuencias ya las conocemos. Y es en este punto reconocemos que “no es lo mismo amar, que amar hasta el extremo”. Únicamente podremos entender la diferencia entre “amar” y “amar hasta el extremo” en contextos como el que vivió Jesús, donde su amor fue “probado” en el centro mismo del sufrimiento. El “amor hasta extremo” radicaliza cualquier otro amor y lo coloca, no en la “epidermis” de la realidad, sino en su mismo centro, donde nacen mezcladas la Vida y la Muerte. Jesús, con su “amor hasta el extremo” compromete la totalidad de su ser y se pone en juego por entero, hasta entregar cuerpo y sangre por los suyos, por aquéllos y aquéllas a los que desde siempre había amado.

No tenemos que irnos muy lejos para descubrir ese “amor hasta el extremo”, pues se está dando ya en las vidas entregadas de mucha gente de nuestro tiempo y a nuestro alrededor. Sólo tenemos que descubrir la gratuidad que caracteriza a tantos hombres y mujeres que apuestan a fondo perdido por millares de “causas perdida”. Sólo tenemos que intuir la cantidad de energías invertidas en luchas que no reportarán jamás beneficio alguno, esos millones de gestos “inútiles”, brotando del corazón de nuestra sociedad mercantilizada y economicista. Sólo tenemos que mirar…